top of page
pioneras.png

LAS PIONERAS

«La reconquista de la cámara cinematográfica: rescatando a las pioneras»

por Barbara Zecchi

 

Hace unos años, vi una entrevista a la diva del cine mudo italiano Francesca Bertini sobre la película que la llevó a la fama,  Assunta Spina (1915). Recuerdo que la actriz, ya octogenaria, interrumpió al periodista que elogiaba su estupenda interpretación y la magnífica realización de su director, Gustavo Serena, para corregirle, afirmando con cierto cansancio, como si hubiera repetido estas mismas palabras ya demasiadas veces, «¡Pero si la he hecho toda yo, la Assunta Spina!». Lo que más me asombró de este incidente, no fue tanto la revelación de la actriz —no era el primer caso de atribución a un hombre de la obra de una mujer—, sino la exclamación irónica del entrevistador a la revelación: su «¿Ah sí, eh?», acompañado por un tono de sorna. El hombre trataba a la estrella con cierto paternalismo, como a una viejita mentirosa. No pude entender si la directora se había percatado del cinismo de quien la entrevistaba. Tal vez, siendo mujer, estaba acostumbrada, hasta resignada, a la desapropiación de su autoría, a la internalización de la falacia de que  era mejor para la suerte del producto artístico que se considerara hecho por un hombre. Al fin y al cabo eso mismo le ocurrió a María Lejárraga, con sus obras teatrales, a Anita Loos, con sus guiones, y a Margaret Keane, con sus cuadros. Sus maridos se llevaban sistemáticamente el crédito de lo que ellas iban creando. María Lejárraga, tras la muerte de Gregorio Martínez Sierra,  intentó sin suerte conseguir los derechos de autor de sus obras. Asimismo, Anita Loos, cuando quiso divorciarse, descubrió que su dinero estaba en las cuentas privadas de John Emerson.  En cambio, como vimos en la reciente película Big Eyes, Margaret Keane demandó a su ex–marido y ganó.  Indudablemente estos no han sido ni los únicos casos ni la única forma de desapropiación que las mujeres han sufrido. Por ejemplo, para retomar el objetivo de estas líneas, hasta hace poco, no se sabía que los comienzos del séptimo arte habían gozado de una muy considerable presencia de mujeres detrás de la cámara. De ahí que, irremediablemente, al desapropiar a las pioneras de su autoría, se había desapropiado a las otras generaciones de cineastas de su propio legado.

 

Hemos sido desapropiadas, desheredadas, desautorizadas. ¿Dónde está nuestro legado? ¿Qué ha pasado con nuestros modelos, con nuestras madres? La poeta y teórica feminista Adrienne Rich escribió que todo lo que se deja de representar o de nombrar, todo lo que se omite de las biografías, todo lo que se censura, todo lo que se olvida o que la historia registra de forma errónea, se reduce a algo que no solo no se puede mencionar, sino de lo que es imposible hablar. Eso ha pasado con nuestras pioneras. De forma sistemática —y nada inocente—, la Historia del cine las ha desacreditado, ha omitido representarlas y nombrarlas, y nos ha dejado huérfanas de madres: sin modelos. Sus nombres y logros han sido borrados por los guardianes del canon. Por eso, cada generación de cineastas se ha visto obligada a empezar prácticamente desde cero para volver a descubrir de nuevo el pasado, para forjar una y otra vez su conciencia de género —como también ha ocurrido en el mundo de la literatura, según Elaine Showalter.

 

Pero ahí estaban, nuestras madres, con sus sombreritos de plumas, sus altavoces de cono, sus cámaras, su enorme imaginación, creatividad, habilidad, ingenio y valentía. Su trabajo fue fundamental para el desarrollo del cine. Años antes de Griffith, la francesa Alice Guy ya había fundado su propia productora cinematográfica, la Solax Films. Llegó a dirigir más de 450 películas con las que experimentó el coloreado y la sincronización del sonido y fue la autora de la primera película de ficción, La Fée aux Choux (1896). Al mismo tiempo, durante las dos primeras décadas del siglo XX, el cine verista de la salernitana Elvira Notari arrasaba tanto en Italia como al otro lado del océano, entre los inmigrantes italianos de Nueva York. Su éxito era tan grande que los estrenos de sus películas causaban verdaderos atascos de tráfico en la Via Toledo, delante del Cinema Vittoria en Nápoles. Ella también había creado su productora (la Dora Film) con la cual realizó más de 60 largometrajes y 100 cortos, acompañada por su marido (que la asistía como cámara) y por su hijo (el protagonista de la mayoría de sus cintas); y, como Alice Guy, Notari había experimentado con el coloreado y con la sincronización. Más aún, en los Estados Unidos,  Lois Weber, con su productora, la Lois Weber Production, fue pionera en el uso del Polyvision; dirigió más de 70 películas para las que había escrito los guiones, algunos sobre temas tan candentes y controvertidos como los anticonceptivos, el aborto o la prostitución. Y en Egipto, Aziza Amir produjo, dirigió y protagonizó en 1927 la primera película narrativa del cine árabe, Laila, que atrajo a la elite social y artística en su estreno en El Cairo.

 

¿Y qué decir de la situación en España? En 1896 los hermanos Lumière eligieron los estudios de la pareja de fotógrafos Anaïs Napoleon y Antonio Fernández, en las Ramblas de Santa Mónica de Barcelona, para sus primeras demostraciones, y la Sala Napoleón se convirtió en el concurridísimo primer cinematógrafo de España. Además de fotógrafos y empresarios, los llamados “hermanos Napoleón” fueron también realizadores de muchos documentales, entre los cuales el de la visita del Don Alfonso XIII a Barcelona en 1904. Más aún, en 1918, la actriz de vodevil Elena Jordi realizó Thaïs, una película con la cual ofrecía su propia versión de la vida de la santa egipcia, que Anatole France había novelizado a finales del siglo XIX y que había inspirado a varios artistas del momento, desde el compositor francés Jules Massenet, al futurista italiano Anton Giulio Bragaglia. Por entonces la actriz estaba en el apogeo de su fama y fortuna, tanto que ese mismo año pudo comprar un terreno en la vía Laietana de Barcelona para construir el teatro Elena Jordi, el futuro Palau del Cinema. También fue muy exitosa la película Flor de España, producida, dirigida e interpretada por la bailarina valenciana Helena Cortesina en 1921. Fue la primera película española que se exhibió en América Latina, una puesta en escena «colosal» que contaba con una corrida de toros.

 

Estos son solo algunos de los ejemplos más significativos. Hay muchos más. El cine mudo contaba con una enorme presencia de directoras, en algunos países mayor que la de hoy. Además de las que acabo de mencionar, hay que recordar a Ida May Park, Lilian Gish, Ida Lupino, Lilian Ducey, Grace Cunard, Ruth Ann Baldwin,  Cleo Madison, Elsie Jane Wilson, Vera McCord, Margery Wilson, May Tully,  Jane Murfin, Lucille McVey, Elizabeth Pickett, Frances Marion, Ruth Jennings Bryan, Mildred Webb, Mary Pickford, Dorothy Arzner (en los Estados Unidos); Esfir Shub, Olga Preobrazhenskaya (en Rusia); Francesca Bertini, Diana Karenne, Giulia Rizzotto, Gemma Bellincioni, Elettra Raggio, Bianca Virginia Camagni, Daisy Sylvan, Diana D’Amore, Fabienne Fabrèges, Elvira Giallanella (en Italia); Germaine Dulac, Suzanne Devoyod, Jeanne Roques, Jane Bruno-Ruby, Lucy Derain, Marie-Louise Iribe (en Francia); Dinah Shurey, Alma Reville, Mary Field, Elinor Glyn (en Inglaterra); Bahiga Hafiz, Amina Mohamed, Fatima Rushdi, Assia Dagher (en el mundo árabe);  y un largo etcétera. Se trata de figuras de mucho éxito que, junto a sus compañeros varones, contribuyeron a que el cine se hiciera arte.

 

Sin embargo, un entramado de ilaciones, falsificaciones, desapropiaciones y reapropiaciones —verdaderas mentiras y manipulaciones de los hechos, que en algunos casos persisten hasta hoy en día—desautorizaron y borraron a estas pioneras de la historia del séptimo arte. Cuando el cine pasó de empresa artesanal a negocio lucrativo, las mujeres no solo dejaron de tener un sitio detrás de la cámara, sino que también desaparecieron de las páginas de los libros de historia. Me limitaré aquí a unos ejemplos. Como se ha visto, Alice Guy realizó en 1896 La fée aux choux, la primera película de ficción de la historia del cine. No obstante, en muchos textos, este mérito se lo llevan o bien Georges Méliès, por su Le Cabinet de Méphistophélès de 1897, o bien Edwin Porter, por The Great Train Robbery, una película siete años posterior a la de la directora francesa.  A su vez, Aziza Amir dejó de ser la directora de la primera película narrativa del cine árabe, cuando su Laila se empezó a atribuir a un hombre; de hecho, cuando se fundaron en 1935 los Misr Studios, todas las mujeres desaparecieron del campo de la realización en el cine árabe.  En Italia, el crítico Roberto Paolella, en su distinguida Storia del cinema muto (1956), atacó el cine napolitano de la Dora Film y atribuyó la dirección de las películas de Elvira Notari a su marido, dando origen a la falacia de que la directora se encargaba solo de las historias.  Afortunadamente, tres décadas después, el hijo de la realizadora desmintió y devolvió la autoría a su madre. En España, el nombre de Anaïs Napoleon se fue eclipsando por el apodo “Hermanos Napoleón”, que paulatinamente pasó a referirse a dos varones: al marido y al hijo de la fotógrafa. Más aún, Flor de España, la película realizada por Helena Cortesina, se empezó a atribuir en la postguerra a un cura, José María Granada, que figuró como co-director o, en algunos casos, hasta como único director de la cinta. En Hollywood, prácticamente solo una directora — Dorothy Arzner— resistió el paso desde el cine mudo al sonoro. Arzner dirigió la primera película sonora de la Paramount, The Wild Party (1929) para la cual inventó la jirafa, como soporte para el micrófono, sirviéndose de una caña de pescar (invento del que alardea el director Lionel Barrymore en su autobiografía, y que el periodista Bosley Crowther atribuye a Eddie Mannix). Significativamente, Andrew Sarris, el crítico que había importado a los Estados Unidos la llamada politique des auteurs, en su influyente The American Cinema: Directors and Directions 1929-1968, menosprecia a las mujeres que se dedicaban a la dirección cinematográfica y, como comenta Giulia Colaizzi en La pasión del significante, «les niega el estatus de ‘autoras’, las hace invisibles e insignificantes para la historia y la teoría fílmicas». Este menosprecio y estos “errores” persisten hasta hoy en día en sitios tan populares como el Internet Movies Database (que atribuye la dirección de Laila a Wadad Orfi) o tan prestigiosos como la Historia del cine italiano de Gian Piero Brunetta (que en sus varias ediciones sigue ignorando a Elvira Notari), o The Illustrated History of the Cinema (que pasa por alto a Alice Guy), o el Cervantes Virtual (que entre los pioneros del cine cita a José María Granada como director de Flor de España y omite a Helena Cortesina). El Diccionario técnico del cine de Akal cita a Eddie Mannix y a Lionel Barrymore como inventores de la jirafa, sin mencionar a Dorothy Arzner; y a Abel Gance y Claude Autant-Lara en relación al Polyvision, olvidando a Lois Weber.  En suma: la producción femenina ha sufrido —y en gran medida sigue sufriendo— una sistemática desautorización que, sin miedo a exagerar, se podría considerar un robo.

 

Por suerte —y para terminar estas líneas con una nota optimista—gracias a documentales (como Pioniere della macchina da presa dirigido por Paola Faloja, La dimensió poc coneguda; Pioneres del Cinema, por Ingrid Guardiola y Marta Sureda, o Be Natural por Pamela Green), a congresos (por ejemplo, “Non Solo Dive”, organizado por Monica Dall’Asta), a publicaciones (desde Popcorn Venus de Marjorie Rosen, y Women Who Make Movies de Sharon Smith, a Streetwalking on a Ruined Map de Giuliana Bruno, o mi Desenfocadas), a proyectos digitales (como el “Women Film Pioneers Project” de la Columbia University, o “Gynocine” de la University of Massachusetts), y a asociaciones (como, por supuesto, CIMA), entre otras iniciativas, se está invirtiendo este proceso de desautorización. La teoría fílmica feminista avanza de la mano con la investigación de archivos, la conservación y restauración, con el trabajo docente, con la denuncia de las manipulaciones y elisiones de la historia del cine y con la práctica fílmica de las mujeres.  Marjorie Rosen en su Popcorn Venus (1973) había afirmado que  «Eran nuestras pioneras. Pero por demasiado tiempo sus contribuciones se han ido cubriendo de polvo, negándonos un legado, una piedra angular sobre la que construir». Desde los años 70 estamos quitándoles el polvo a estas cineastas, para sacarlas a la luz y reconocer debidamente su obra. Poco a poco, estamos rescatándolas del olvido y devolviéndolas a la historia del cine. Así que, visto en perspectiva, el trabajo de las directoras actuales no es tanto una conquista de un campo de propiedad masculina, sino más bien una reconquista de un espacio en el cual las mujeres habían sido, sin duda alguna, figuras ineludibles y fundamentales.

 

  

bottom of page